Resulta inquietante escuchar, en pleno siglo XXI, declaraciones como la de una alta funcionaria que, lejos de reconocer la realidad social, afirma sin titubeos que “no hay pobres, sino personas disfrazadas de mendigos”. Más allá del desconcierto que causa tal afirmación, preocupa el trasfondo: una visión desfigurada de la pobreza y un uso del lenguaje que la niega o la trivializa. La pobreza no se resuelve redefiniéndola. Existen personas que carecen de lo básico, que sobreviven en condiciones indignas, sin acceso a salud, educación o alimentación. Llamarlos “disfrazados” no solo desfigura la realidad, sino que deslegitima su sufrimiento y responsabiliza injustamente al que padece.
Frente a eso, conviene recordar que la pobreza también puede ser virtud. El Catecismo enseña que la pobreza de espíritu orienta rectamente los deseos y desapega del exceso. Así la vivieron San Francisco, la Madre Teresa o Antonio Gaudí, que eligieron lo necesario para vivir con libertad interior y entrega total.
Pero una cosa es la pobreza asumida por amor, y otra muy distinta es la miseria impuesta por estructuras injustas. El eufemismo no transforma realidades; apenas las maquilla. Y cuando viene de quienes deberían velar por el bien común, se vuelve doblemente grave. El verdadero pobre no es quien aparenta, sino quien sufre en silencio. Y el que tiene voz pública, más que negar o disfrazar, debería servir, reconocer y actuar.
Negar la pobreza con frases ligeras no solo es impropio, es irresponsable. Porque no se trata de discursos, sino de personas. Y ellas merecen ser vistas, no acusadas.
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