Por Danylsa Vargas.
Me permito compartir esta pequeña reflexión que tiene tiempo rondando mi cabeza, hasta que encontré el momento de organizarla.
Una de las señales más preocupantes de nuestro tiempo es la fractura entre lo que exteriorizamos y lo que somos realmente. En todos los estratos sociales, desde la política hasta la vida cotidiana, se libra una competencia desigual entre quienes simulan y quienes se atreven a mostrarse tal cual son. Este choque revela la raíz de nuestra descomposición social.
La simulación se ha convertido en norma. Se simula progreso en medio de desigualdades profundas, unidad familiar mientras crecen las rupturas, compromiso cívico en sociedades marcadas por la indiferencia. Las redes sociales han amplificado esta tendencia, ofreciendo escenarios “perfectos” para proyectar lo que no existe.
Por el contrario, la autenticidad a muchos les resulta incómoda. Mostrar la verdadera magnitud de la pobreza, la corrupción o la desesperanza genera rechazo porque desarma el espejismo colectivo.
La descomposición social no surge de un solo hecho, sino de la normalización de la incongruencia: líderes que predican valores que no practican, ciudadanos que exigen transparencia pero toleran la trampa, comunidades que aparentan cohesión mientras se desmoronan sus vínculos básicos.
Muchas veces criticamos a jovenes de populosos barrios que se muestran tal cual son, y no entro en el debate si es correcto o no, sin embargo, me pregunto ¿Cuántos no hay se saco y corbatas actuando peor que quienes no lo ocultan? Y lo peor, a muchos lo creemos “honorables de la sociedad”.
El peligro de esta simulación constante es que adormece la conciencia crítica. Se vuelve más sencillo aplaudir apariencias que enfrentar verdades. Y una sociedad que se engaña a sí misma pierde la capacidad de corregir su rumbo.
¡No hay transformación social posible mientras el mérito sea simular mejor!

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